Un día.
Yo lo quería, ¿cómo no hacerlo
después de compartir tantos momentos? Llevábamos más de cuatro años durmiendo
juntos, caminando por la ciudad al atardecer; lo necesitaba para abrazarlo cuando
me sentía triste y para contarle los acontecimientos más insignificantes de mis
días en esta ciudad lejana. Antes yo había vivido rodeada de amigos, recorriendo
callejones, parques y bares hasta el amanecer. Ahora estaba sola, sólo lo tenía
a él para que hiciera menos pesados mis días.
Quería volver, retornar a las
calles conocidas, frecuentar los bares y las zonas de mi adolescencia y, claro,
encontrarme con todos aquéllos que de una u otra forma eran parte de mi vida en
esa época: el mesero que conocía mis gustos, el señor de la tienda que me
guardaba siempre el paquete de Marlboro con una candela roja, mis amigos que se
sentaban a tomarse una o dos cervezas antes de ir a visitar a sus novias, la
calle por la que no podía pasar sin saludar al menos a tres personas, cada una
de las cuales me ofrecía un trago diferente, y así. Pero sabía que no volvería,
no tenía sentido alguno: llevaba más de diez años lejos de allí y seguramente
ya no estarían el mismo mesero ni la misma tienda, y la calle por la que yo
pasaba sólo para saludar estaría llena de desconocidos que mirarían con
sospecha.
Los días en esta ciudad eran
difíciles para mí. Me dejaba absorber por la rutina del trabajo y sólo quería
llegar a casa para verlo. No era un amor romántico de cartas y poemas, por el
contrario era un amor sencillo, tranquilo, en el que lo importante eran los
momentos que pasábamos juntos: viendo televisión, comiendo, caminando o
durmiendo.
Un día llegue a la casa y él no
estaba. Lo llamé, pero no aparecía. No entendía cómo podía haber salido si estaba
cayendo una tormenta. Lo busqué por todos los rincones, pero el gato no estaba.
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