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"Te espera la muerte vestida de almirante"

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"La muerte está en los catres: en los colchones lentos, en las frazadas negras vive tendida, y de repente sopla: sopla un sonido oscuro que hincha sábanas, y hay camas navegando a un puerto en donde está esperando, vestida de almirante" Pablo Neruda Han pasado pocas horas desde tu partida. Un silencio profundo, unas cuantas lágrimas, un recorrido por la memoria. ¿Cuándo fue la primera vez que escuché tu nombre? ¿Cuándo fue que aprendí a reconocer tu imagen vestida de verde oliva? ¿Cuándo escuché por primera vez uno de esos discursos pronunciados con la cadencia del mar? Tu voz, Fidel, resuena en mis oídos. Tus frases certeras y tu valentía de guerrero permanecen en la memoria.  Tu visión y tus ideas sembraron la isla y se expandieron a través de los mares, Comandante. Eres un hombre universal. Marcaste el siglo XX, la historia no olvidará nunca al guerrillero heroico. Los cañaverales se mueven recordando tus pasos infantiles que luego fueron firmes

Guillermo

Para C.E.R. Compró un conmutador. Lo sacó de su caja y la puso sobre el escritorio de su cuarto de estudio. Escribió algunas cartas para sus amigos más cercanos y para su madre. Cogió varios libros de su biblioteca y les puso unas pequeñas notas a cada uno, luego los devolvió a la estantería. En los últimos meses, había salido a caminar los fines de semana por aquel cerro, le gustaba sentirse rodeado de la naturaleza. Hoy no sería la excepción, pero antes de salir grabó un mensaje en el nuevo aparato, lo repitió tres veces para asegurarse de que su voz fuera comprensible y porque, a decir verdad, el aparato no le inspiraba confianza: pocas cosas lo hacían, prefería desconfiar de todo para evitarse desengaños; como el de ese día cuando había visto marcharse a la mujer que amaba. Al abrir la puerta de su casa miró el cielo: estaba gris, con algunas nubes espesas, entonces fue al cuarto y tomó un abrigo: “oscuro, para que no se ensucie mucho”, pensó. La caminata de ese día ser

Mi primer asesinato

Tenía siete años. Estaba jugando en la acera del frente de mi casa cuando la vi: en el árbol estaba posada una tortolita, se limpiaba sus plumas. Emocionado busqué en mis bolsillos el palito de bombón y el caucho, recogí del suelo una piedra redonda y cargué el arma.  Observé al pájaro desprevenido, tensioné el caucho, cerré mi ojo izquierdo para afinar la puntería y disparé. Cuál no sería mi sorpresa al ver que el animal caía arrastrando con él algunas hojas y pequeñas ramas, normalmente mi puntería no era tan buena. Estaba aterrado. Miré a mi alrededor para confirmar que nadie me hubiera visto. Corrí a auxiliar al pájaro que se sacudía en el suelo. La acera estaba vacía y se estaba haciendo tarde. Tomé la tortola en mis manos deteniendo sus sacudidas. Revisé que no hubiera sangre en su cuerpo y la puse de nuevo en el tronco del que había caído en un afán por devolver el tiempo. Pero, para confirmar lo absurdo de esta idea, el animal cayó del árbol. Lo recogí de nuevo y lo miré a

Incertidumbre

Era difícil analizar con claridad las circunstancias. Fue todo tan tumultuoso, tan súbito que él sintió como si una avalancha se le hubiera caído encima. No sabía qué hacer y mucho menos cómo hacerlo. Así que, sensatamente, decidió esperar.  Desde tiempos remotos, los humanos han observado las estrellas buscando en ellas su destino. Existen mitos sobre tejedoras que deciden en qué momento cortar la vida, o sobre adivinos que logran ver lo que aparecerá en un camino supuestamente definido de antemano por una energía suprema, muchas veces llamada "dios". 

Una visita al doctor

Para Gustavo Quería escribir y había algo que me lo impedía. Cada vez que me sentaba ante el computador, abría un documento e intentaba plasmar una secuencia ordenada de frases, algo sucedía en mí que me hacía mirar aterrada la pantalla y, casi inmediatamente, empezar a distraerme en internet. Las primeras veces se lo atribuí a una desconcentración momentánea, pero luego me di cuenta de que era crónico, sencillamente no podía escribir. En esos días pensé que escribir no era tan necesario, entonces me dediqué al jardín, al deporte, al cine, al baile... Pero durante todas estas actividades me sentía incompleta, no era que no me gustaran, sino que quedaba algo pendiente. Pasaron meses, entonces decidí ir al médico. Después de una espera larguísima para que me atendiera entré al consultorio y vi a una chica, un poco mayor que yo, pero con un cansancio que se reflejaba en la sombra negra alrededor de sus ojos.

El lago

La noche era fría y, sin embargo, todavía sentía la quemadura del sol en todo mi cuerpo. Estaba ardiendo y no podía tocarme sin sentir un dolor agudo. Me senté en la cama y miré el pequeño cuarto en el que pasaba mis días, observé el anturio blanco que había florecido afuera de mi ventana.  En la mañana, habíamos caminado juntos hasta el lago. Solos, caminando por una carretera empolvada. La tierra estaba resquebrajada, el lago casi seco. Los vendedores que antes cubrían las orillas habían desaparecido. Soplaba un viento caliente. El pasto estaba amarillo y en algunos lugares habían empezado a crecer esas matas espinosas, desérticas, que se pegan en las piernas causando diminutas heridas. Había algunos mosquitos que, al parecer, nacían en esos pantanos que antes habían pertenecido al lago. En el camino había muchos caracoles muertos, negros, tan resecos que se deshacían cuando los tocábamos.