Mi primer asesinato

Tenía siete años. Estaba jugando en la acera del frente de mi casa cuando la vi: en el árbol estaba posada una tortolita, se limpiaba sus plumas. Emocionado busqué en mis bolsillos el palito de bombón y el caucho, recogí del suelo una piedra redonda y cargué el arma.  Observé al pájaro desprevenido, tensioné el caucho, cerré mi ojo izquierdo para afinar la puntería y disparé. Cuál no sería mi sorpresa al ver que el animal caía arrastrando con él algunas hojas y pequeñas ramas, normalmente mi puntería no era tan buena. Estaba aterrado. Miré a mi alrededor para confirmar que nadie me hubiera visto.

Corrí a auxiliar al pájaro que se sacudía en el suelo. La acera estaba vacía y se estaba haciendo tarde. Tomé la tortola en mis manos deteniendo sus sacudidas. Revisé que no hubiera sangre en su cuerpo y la puse de nuevo en el tronco del que había caído en un afán por devolver el tiempo. Pero, para confirmar lo absurdo de esta idea, el animal cayó del árbol. Lo recogí de nuevo y lo miré a los ojos, me percaté de que estaban rojos, llenos de sangre, muestra de que su interior estaba destrozado.

Dejé el ave al lado del tronco y corrí hacia mi casa. Mi abuela veía una telenovela y ni reparó en el terror que me embargaba. Fui donde mi hermana mayor y le dije:

—Flaca, míreme a los ojos. ¿Me ve algo raro?
—Nada, deje de estar jodiendo— respondió de mala gana.

Ella no sabía que con esta pregunta yo intentaba confirmar ese dicho popular según el cual el asesino se reconoce por la mirada. Sin embargo, su respuesta, carente de un análisis detallado de mis facciones, no me hizo sentir mejor.

Escuché que mi abuela me gritaba desde la sala “José, báñese en lugar de estar llenando la casa de mugre. Vea que tiene esos zapatos llenos de tierra”. Yo, más obediente que nunca, me metí a la ducha. Quizá el chorro frío podría ayudarme a limpiar mis malas acciones. Luego del baño, fingí un dolor de estómago para saltarme la cena y me fui a la cama. Casi que no logro conciliar el sueño. Recuerdo muy bien que ese día fue la última vez que sentí compasión y remordimiento por una de mis víctimas.

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