Guillermo

Para C.E.R.

Compró un conmutador. Lo sacó de su caja y la puso sobre el escritorio de su cuarto de estudio. Escribió algunas cartas para sus amigos más cercanos y para su madre. Cogió varios libros de su biblioteca y les puso unas pequeñas notas a cada uno, luego los devolvió a la estantería.

En los últimos meses, había salido a caminar los fines de semana por aquel cerro, le gustaba sentirse rodeado de la naturaleza. Hoy no sería la excepción, pero antes de salir grabó un mensaje en el nuevo aparato, lo repitió tres veces para asegurarse de que su voz fuera comprensible y porque, a decir verdad, el aparato no le inspiraba confianza: pocas cosas lo hacían, prefería desconfiar de todo para evitarse desengaños; como el de ese día cuando había visto marcharse a la mujer que amaba.
Al abrir la puerta de su casa miró el cielo: estaba gris, con algunas nubes espesas, entonces fue al cuarto y tomó un abrigo: “oscuro, para que no se ensucie mucho”, pensó. La caminata de ese día sería larga: quería atravesar la bulliciosa ciudad de viernes en la tarde y llegar a la tranquilidad del cerro, ese en cuyo nombre se condensaban todos sus deseos: El Volador. Guillermo, cubierto con su abrigo negro, atravesó la ciudad como una sombra.

En su camino vio varios acontecimientos que lo conmovieron. Un anciano con unas gafas oscuras y una chaqueta de cuero, tan vieja como él, arrastraba con esfuerzo una motocicleta. Las manos arrugadas del anciano temblaban y avanzaba con paso lento. Por su lado, la gente pasaba indiferente, sin ni siquiera mirarlo. Guillermo pensó que en ese momento el anciano era invisible, “como lo somos todos”, continuó su camino, él también había ignorado al anciano. Luego, un niño se le acercó a pedirle una moneda, estaba sucio, con los pantalones rotos y despedía un fuerte olor a pega. Guillermo pensó en Pinocho, a lo mejor el muñeco de madera también olía a pegante cuando salió de la carpintería de Gepetto. Miró de reojo y vio una mirada nublada rodeada por un rostro lleno de picaduras, no quiso mirar más y prosiguió haciendo caso omiso a los ruegos del niño.

Guillermo se deslizaba por esa ciudad vibrante cuando escuchó los gritos de una señora que, desesperadamente, pedía una ambulancia. A su lado, había una joven tirada en el piso y a lo lejos se escuchó el chirrido de las llantas de una camioneta que da una curva demasiado rápido. Algunas personas se agolparon alrededor de la joven, pero la ambulancia no llegó. Guillermo no quiso detenerse, deseaba alejarse de esa barahúnda. Se acomodó las gafas sobre la nariz y continuó como un nómada, abriéndose paso entre la gente, para llegar al cerro antes del anochecer. Lo logró, pero la caminata lo había agitado; a pesar de que el clima de ese día había estado fresco, todavía no había llovido y esa amenaza hacía que el aire estuviera pesado.

Guillermo rodeó el cerro buscando el inicio del camino hacia la cima, había otros caminos, pero ese era su preferido. Al cruzar por debajo de un gran puente vio a un señor que organizaba unos plásticos y unas cuantas cajas de cartón. El cabello del hombre tenía algunas canas, estaba enmarañado al igual que una espesa barba que le cubría la mitad del rostro. El hombre usaba una chaqueta gruesa y sucia. Guillermo se le acercó y se quitó los zapatos, los extendió hacia el hombre, quien lo miraba sorprendido y confuso. “Hoy va a llover y usted está descalzo”, el hombre sonrió agradecido. Más adelante, Guillermo se quitó las medias y las tiró a una quebrada hedionda que pasaba por allí. Estiró los dedos de sus pies blancos y huesudos, palpó la tierra. En ese momento, empezó a llover, se abotonó su abrigo y, luego de un difícil ascenso de media hora, llegó al lugar que quería: una pequeña gruta de piedra desde donde se divisaban las luces de la ciudad, el silencio era profundo. Guillermo se quitó su abrigo y se recostó sobre él, se quitó las gafas y las puso a un lado, buscó en sus bolsillos el escalpelo y meticulosamente realizó un corte vertical en cada una de sus muñecas. Por fin, él sería El Volador.

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