El lago
La noche era fría y, sin embargo, todavía sentía la quemadura del sol en todo mi cuerpo. Estaba ardiendo y no podía tocarme sin sentir un dolor agudo. Me senté en la cama y miré el pequeño cuarto en el que pasaba mis días, observé el anturio blanco que había florecido afuera de mi ventana.
En la mañana, habíamos caminado juntos hasta el lago. Solos, caminando por una carretera empolvada. La tierra estaba resquebrajada, el lago casi seco. Los vendedores que antes cubrían las orillas habían desaparecido. Soplaba un viento caliente. El pasto estaba amarillo y en algunos lugares habían empezado a crecer esas matas espinosas, desérticas, que se pegan en las piernas causando diminutas heridas. Había algunos mosquitos que, al parecer, nacían en esos pantanos que antes habían pertenecido al lago. En el camino había muchos caracoles muertos, negros, tan resecos que se deshacían cuando los tocábamos.
Al llegar al lago nos sentamos, uno al lado del otro mirando hacia la otra orilla. Sudábamos mucho y el sol estaba muy fuerte, no había ni un árbol que diera sombra, así que permanecimos allí. En las orillas se acumulaba una sustancia café y espesa, pero aún había aves que intentaban pescar algo allí. Decidimos nadar para refrescarnos. Nos despojamos de nuestras ropas, traspasamos el pantano inicial y entramos al agua clara del antiguo gran lago. Aún se podía nadar, pero no era nada en comparación a lo que había sido unos años atrás. Las garzas y otras aves llegaban a sus orillas, los árboles no sólo daban sombra, sino que estaban llenos de loras escandalosas. Las vacas y los caballos iban a beber al lago, todos sus alrededores eran de un pasto verde. Pero el lago permanecía, luchaba y se resistía a desaparecer al igual que nosotros.
José y yo llevábamos varios años juntos, pero no habíamos desistido nunca. Es cierto que en algunos momentos la relación se había hecho difícil y habíamos sufrido heridas profundas, pero nos sabíamos fuertes y por eso continuábamos. Permanecía la alegría. Esa alegría que de jóvenes nos había hecho gritar como locos era la misma que estaba ahora cuando José había ido al patio a cortar algunas ramas para curarme la quemadura de sol mientras me repetía riéndose que eso me pasaba por ser tan blanca, que si fuera negra como él eso no sucedería.
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