Recuerdos

"¿De qué trata?
-Y, enrollando la hebra a la aguja clavada
en el pasamontañas, añadió-
Si es de amor, me interesa mucho."
Nikolai Ostrovski.

La mujer miraba cómo caían las gotas de agua, observaba una y la seguía hasta que terminaba el recorrido del vidrio y se fundía con la lluvia que caía fuerte sobre la calle vacía. Ella también estaba vacía desde que había perdido a su compañero, a su amante y a su amigo.

Aquel día se habían citado en un parque a la una de la tarde, llegó puntual, pero él ya la estaba esperando. Mientras ella se acercaba él sonreía con esa sonrisa suya que contenía toda la alegría que podría haber sentido alguna vez. Lo besó y se acostó en sus piernas para observar los pedacitos de cielo que asomaban entre las hojas de un árbol grande y viejo; el árbol debía de llevar muchos años allí, pensó la mujer, e incluso debió ver muchas otras parejas que se recostaban en su tronco y miraban los pedacitos de cielo que se asomaban entre sus hojas.
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Recordaba la voz, pero no las palabras que se dijeron bajo ese árbol. Aun así se sabía feliz de escucharlas y segura del amor que cubría esa escena. Más tarde habían ido al museo cercano y se habían deleitado con la exposición de Débora Arango en la cual él nunca estuvo a su lado ya que cada uno se detenía en una pintura diferente, pero cada cierto tiempo ella sentía una mirada cariñosa que le recorría el cuerpo perdiéndose entre su cabello.

Las gotas siguen resbalando por el vidrio de la ventana detrás del cual mira esa ciudad que no es la suya, pero que alberga ese recuerdo que ahora pareciera tragársela y obligarla a recorrerlo todo antes de soltarla de nuevo en su habitación vacía. Ante esa fuerza avasalladora, cede: salieron del museo y caminaron por el parque, recogieron algunas frutas ácidas que ella se negó a comer y que él saboreó dejando en sus labios un toque amargo que después de un beso la mujer también sintió. Oscurecía y él debía ir a su casa en la cual estaban esperándolo sus compañeros para una reunión. Ella deseaba ver el ocaso en el parque, acostada bajo el árbol, pero él debía ir a la reunión y ni siquiera la mujer podría detenerlo así que caminaron hacia el apartamento.

En el camino la mujer se detuvo varias veces a coger flores: amarillas, rojas y rosadas. Él la miraba con la misma impaciencia con la que miraba el reloj que estaba en su muñeca. Cuando llegaron al ascensor que los conduciría al apartamento, él la miró y ella, ingenua, intentó darle un beso, pero la detuvo, la miró a los ojos y le dijo que se separaran.  

Recordaba sus sensaciones en ese instante, no así las palabras, pero sí sabía que la noche entera se le había metido adentro después de lo que él le había dicho -y desde entonces no había salido. Decidió sentarse y sacar el baúl de las cartas que guardaba bajo su cama: fue leyendo una a una, recordando las respuestas que les había dado y dejando que las lágrimas resbalaran por su cara como las últimas gotas de lluvia que caían por el vidrio.

Después de leer las cartas, naufragaba en su habitación y miraba por la ventana preguntándole a la noche por qué ya no estaba ese “besito grande” con el que el hombre terminaba las cartas.

Lamentaba las palabras que había dicho, las acciones que había realizado sin pensar nunca en sus consecuencias. Recordaba todo lo que habían hecho juntos, leía sus escritos y las correcciones que él les había hecho dejando siempre al final una nota de cariño. También leía que ella en algún momento quiso construir muros para no sentirlo y, ahora, deseaba haberlos hecho tan grandes e infranqueables como la muralla china; tantas cosas serían diferentes si hubiera puesto un ladrillo sobre otro en esa época en la que aún podía salvarse. Ahora las lágrimas inundaban la habitación, el apartamento y la vida de la mujer que tenía la noche adentro.

Mi Elección
Supongamos que te pierdo
y que tengo que decidir
si te veo una vez más.
Y yo sé: la próxima vez
me traerás diez veces más desgracias
y diez veces menos suerte.
¿Qué elegiría?
Estaría tonto de felicidad de volver a verte...
Erich Fried.

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