Réquiem
"¿Para qué había yo de ser creada,
si antes de serlo ya estaba enteramente contenida aquí?"
Emily Brontë
Siempre he creído que el duelo es
una actividad solitaria. Es el encuentro de uno con los recuerdos de una
persona que, normalmente, no esperábamos que muriera; porque, aunque sabemos de
la inevitabilidad de la muerte, preferimos evitar el tema.
No me siento muy acogida en
aquellas reuniones masivas de duelo por alguien: misas, novenas, velaciones,
entre otras. No solo por mi falta de fe católica, sino porque cada uno de los
presentes está recordando siempre cosas distintas. En especial, me siento muy
sola en esos lugares cuando la persona fallecida constituye el único vínculo
entre los presentes y yo: nos miramos como extraños, porque eso somos.
Nunca he creído en la intuición
ni nada que se le asemeje. Sin embargo, hoy cuando volvía del centro caminando
lentamente debido al implacable sol del mediodía, pensé en ella. Cuando paré en
el semáforo de la avenida ferrocarril me metí las manos en los bolsillos y
pensé que hubiera sido mejor traer el pequeño bolsito en croché que me había
regalado años atrás, en lugar de pasar todo el trayecto preocupándome por si
las llaves y las pocas monedas se me salían de los bolsillos y rodaban por las
calles hasta perderse entre el tumulto de personas. Pensé que hacía tiempo que
no la saludaba y que era extraño que la semana pasada, cuando pasé por su
oficina, un profesor se estuviera levantando del escritorio de ella.
Cuando crucé la calle vi en la
esquina el almendro indio y rememoré ese instante en que ella había preguntado “¿Cuáles
son los únicos árboles a los que les da otoño?” y yo había contestado correctamente
gracias a que, días antes, desde la ventana de mi apartamento, había visto las
hojas anaranjadas caerse y llenar el piso de colores brillantes, incluso había
escrito un par de renglones sobre ese fenómeno. Mientras caminaba sonreí y me
dije a mí misma “Si ves que siempre hay alguien que piensa cosas parecidas a
las tuyas”. En el piso había un pequeño papelito con una E y un número, me alegré
de haberle devuelto el libro de Emily Brontë que me había prestado. Se lo
devolví sin terminármelo.
Ella se murió un día de San
Valentín, yo me enteré pasado el mediodía. Era una persona amorosa y sincera. Dispuesta siempre a ayudar y a
solicitar ayuda cuando la requería. En su corazón no había orgullo, pero sí
dignidad. Era sabia y no se ufanaba de ello. Compartía lo que tenía: como aquel
día que nos invitó a todos a una magnífica pizzería o como todas aquellas
clases en las que respondía nuestras preguntas sobre la literatura inglesa.
Este escrito es una pequeña parte
de mi duelo que armo con rituales pequeños. Esta noche, por ejemplo, buscaré un
ejemplar de ese libro de Brontë, lo leeré y recordaré las palabras que ella
dijo sobre esa historia. Luego, escucharé ese réquiem de Mozart que, hace
meses, escuchamos juntas en la capilla del cementerio San Pedro.
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