Relato de un país en el que hay unas vidas que valen más que otras

No quería decir nada. En el televisor se repetían insaciablemente las imágenes de una masacre que se presentaba como un triunfo para el país. Yo miraba cómo la presentadora señalaba los puntos rojos en el mapa y se mostraban en un recuadro las imágenes de las cámaras y los radares de los aviones, unas figuras luminosas caminaban inocentes de que segundos después morirían bombardeadas. Era la hora del almuerzo, esas imágenes daban naúseas. 

Pero entre todas, la imagen de un objetivo señalando a tres personas fue la que no pude sacarme de la cabeza y, el resto de la tarde, estuve pensando en esas tres figuras que mostraba la cámara.


No pasaron sus nombres en las noticias, no mostraron sus rostros. No sabía quiénes eran ni cómo habían sido antes de que unos aviones silenciosos dejaran caer bombas sobre sus cabezas. A lo mejor ellos, como yo, tenían sueños y anhelos. A lo mejor a ellos, como a mí, les gustaba tomar café mirando el cielo antioqueño. A lo mejor había allí una mujer a la que le gustaba trenzarse el cabello en las mañanas.

Pensé en sus familias. En el padre que derramaba una lágrima por la hija perdida. Quizá ese padre es noble y bueno como el mío y seguro que amaba a su hija; ahora la extrañará cada vez que mire en la pared el dibujo que ella le regaló una tarde al volver de la escuela. Pensé en el hombre que, en silencio, sufría por la muerte de su hermano, de ese que lo acompañaba en el largo camino hacia la casa de la abuela, de ese que una vez le enseñó a nadar en el río turbio. Pensé en la madre anciana aferrada a la vieja foto de su único hijo, última imagen de alguien al que no vería más nunca. 

Imaginé a las figuras luminosas en sus últimos minutos, cuando ya sentían la presencia de esa máquina de muerte que oscurecía el amanecer. Cuáles serían sus últimos pensamientos, a quiénes les dedicarían esos pequeños espacios de rememoración cuando la muerte era ya inevitable. Quizá uno de ellos era padre y pensó en el pequeño niño que ayer en la noche jugaba con el rompecabezas de madera que él mismo le había hecho durante el cese al fuego del año pasado. Quizá la mujer pensó en su padre, sentado a la sombra del palo de mangos que juntos habían sembrado el día en el que, después de una travesía larga, habían llegado al pueblo huyendo de la masacre en la que paramilitares habían matado a mamá y al tío J. Quizá la tercera figura luminosa tenía un amor lejano y evocó su rostro antes de morir calcinado. 

Sigo sin querer decir nada. Ahora yo misma derramo lágrimas por este país en donde hay unas vidas que valen más que otras.

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