Salidas

27 de julio de 2018

Soñé contigo. Nos encontrábamos en una noche alegre antes de la dictadura. Estabas tomando cerveza en la Playa con tus amigos y yo te encontraba de repente. Confieso que me gustó verte, sentir que seguías siendo el mismo a pesar de que había pasado tanto tiempo. ¿Cuánto llevaba sin verte? ¿Un día o diez años? Una eternidad, al fin y al cabo. ¿Y vos? Igual, con tus cervezas, con tus amigos, con los zapatos de tela rojos de siempre. Me saludaste de abrazo, como cuando volvías de la montaña. Yo no podía quedarme esa noche, salía temprano al otro día hacia la capital. Los tiempos estaban difíciles y había que salir cuanto antes, pero yo no dije nada. 
Se nos notó en el abrazo, en la mirada. Me fui caminando lento, a ver si todavía fijabas tu mirada en mi cintura -ahora mucho menos angosta-, pero no me detuve a mirarte otra vez. Mirar atrás es de mal agüero. Al día siguiente, muy temprano, estaba en el bus que me llevaría a la capital. No llevaba muchas cosas, solo lo que había considerado tan indispensables como el peluche azul de hipopótamo que iba sentado en mi regazo. A mi alrededor veía algunas caras conocidas, otras no tanto. Todos éramos jóvenes y teníamos esa actitud de quien intenta parecer descomplicado.

Pasábamos por un caserío y paramos. Nos bajamos a recibir un poco de brisa, a estirar los pies, a comprar mecato para aguantar el resto del trayecto. Estuvimos ahí unos 20 minutos y regresamos al bus, pero lo encontramos cerrado. El conductor llegó acalorado y nos dijo "Solo suben las muchachas, luego volvemos por los otros", "Pero ¿cómo así? O nos subimos todos o no se mueve el bus", "Háganme caso, muchachos, es por su bien. Escóndase por ahí un rato, camúflense con la población, están haciendo retén más adelante y no solo están los inspectores". Un silencio apagó el murmullo. No nos conocíamos todos, pero sabíamos lo que eso significaba. Yo me subí al bus y conmigo otras dos muchachas. "Súbanse todas, porque si no se ve el bus vacío. Colabórenme, señoritas".

No había pasado una hora cuando apareció en el camino polvoriento y reseco un retén. No eran militares, pero vestían sus uniformes. Se les notaba que no eran del Ejército porque no tenían pendones con propaganda ni presillas en los uniformes. El bus frenó y el conductor, con sudor en la frente y temblor en las manos, se bajó. "Buenas, hermanazo, qué hace usted con ese montón de hembras en ese carro ¿para dónde las lleva así tan solitas?" "Buenas tardes, amigo, nosotros vamos para la capital a una actividad que tienen las muchachas" "¿Y cómo que clase de actividad es esa?" El conductor titubeó un segundo y dijo "Pregúnteles a ellas".

Nosotras estábamos estáticas en nuestros puestos cuando subió el tipo ese. "Dejen el susto, mis amores, que nosotros estamos para protegerlas". Un eco resonaba por el automotor que ahora se había convertido en un lugar asfixiante, hacia un calor insoportable y a todas nos faltaba el aire. El tipo siguió con su actitud amable, pero con la mano en el cinto: "A ver, mis princesas, quién me dice a qué es a lo que van a la capital". Silencio total. Yo intentaba respirar: inhala, exhala, inhala exhala, pensaba rápido, intentaba inventar algo, pero respirar se había convertido en una actividad que requería de toda mi concentración, inhala, exhala, inhala, exhala. Se escuchó una voz suave, melódica y aguda. Todas volteamos a ver a la chica de la ventana derecha que había murmurado algo. El tipo, con una sonrisa casi paternal, se le acercó, la tomó por la cintura y la levantó con un solo movimiento. La joven quedó estática, miró al hombre y le dijo "Vamos a conocer la ciudad". "A conocer la ciudad", repitió el hombre suavemente. El hombre miraba a la chica, mucho más bajita que él, que no le devolvía la mirada. En un segundo, con la mano que no tenía en el cinto, le dio una cachetada a la muchacha, tan fuerte que le dejó la boca ensangrentada. "¡No soporto las mentiras!", rugió el hombre.

Nos dio la espalda y se dirigió a la puerta del bus. Los pasos del tipo hacia la puerta del bus eran pausados, confiados y representaban para mí el concepto de eternidad. Por mi mente, como en carrusel, pasaban los titulares de prensa y televisión en los que se anunciaba el regreso del orden a la República, la recuperación de los valores y las tradiciones, el destierro de los vándalos. A esos titulares se unieron las notas de periódicos clandestinos en las que aparecían fotografías de las masacres, nombres de los desaparecidos, relatos de las torturas. Gotas de sudor me recorrían todo el cuerpo, abrazaba al hipopótamo como si fuera un escudo, no quería llorar, pero un nudo horrible me oprimía la garganta, me asfixiaba. Tenía las manos heladas, a pesar de los 35°C. Sentía los latidos de mi corazón en todas las partes del cuerpo, subían desde los pies hasta la frente. ¿Qué nos harían? Todas seríamos violadas y sometidas a vejámenes inimaginables. Cuando alguien preguntara por nosotras le dirían que, seguramente, nos habíamos unido a los rebeldes, que si no sabían ellos que eran familiares o amigos, menos sabría el ejército de los impulsos de una mala mujer. Después de las violaciones, vendrían las torturas. Yo misma había escuchado una vez la historia de una mujer amarrada a un camastro a quien uno de los guardias violaba mientras el otro la interrogaba con la picana. 

Empecé a sentir un fuerte mareo, me faltaba el aire, había olvidado respirar mientras pensaba en esas imágenes. Volví a concentrarme: inhala, exhala, inhala, exhala. Levanté la mirada y vi que el tipo ni siquiera había llegado a la salida. Un estallido rompió la tensión del autobús. Me cubrí la cabeza, segura de que el próximo disparo sería contra mí, pero hubo un alboroto repentino, cogí al hipopótamo con una mano y mi maleta con la otra, levanté la mirada y vi al tipo en el suelo. Miré los hombres de afuera que aún no habían reaccionado. Y vi a la chica con la boca ensangrentada coger la palanca de cambios y hundir el pedal hasta el piso. El autobús dio un giro y se escucharon disparos que venían de afuera. "Cúbranse, cúbranse". Me tiré al suelo. En los asientos de esa fila, tres muchachas disparaban por las ventanas. El bus frenó bruscamente y me estrellé contra la ventana rota. Sentí cómo la sangre espesa me escurría por la cara. Mandé la mano a la herida para intentar estancarla. Me recosté en el suelo. Varios hombres entraron en tromba por la puerta. Una de sus botas me oprimía el pecho. Nos bajaron arrastradas y nos tiraron a la carretera. Las pequeñas piedras se incrustaban en la piel, además, el piso estaba ardiente y un sol abrasador me impedía abrir bien los ojos.

Cuando desperté no veía nada, intenté tocarme la cara, pero descubrí mis manos amarradas a las barandas de un camastro. Nunca antes me había sentido tan desubicada en la vida, ni siquiera la vez esa que, durante un acto cultural de la escuela, una maestra me confundió con la muchacha que iba a cantar y me llevó al escenario obligada, me dio el micrófono y me dijo “canta, canta como lo practicamos” y yo empecé a cantar la canción de moda y las niñas a reírse y yo seguía cantando hasta que una jovencita, parecida a mí, me quitó el micrófono para empezar la presentación. Pasó bastante tiempo y yo tenía ganas de orinar, me estaba aguantando a ver si alguien me dejaba ir a un baño, pero ya no pude más: me oriné encima y ese olor concentrado inundó el cuarto y se mezcló con el aroma a humedad y a polvo. Me sentí miserable, eso no me pasaba desde que era pequeña. Recordé esa vez que me oriné en la cama y, para evitar el frío de ese charco, me acurruqué encima de la almohada y me quedé dormida ahí hasta que entró mi mamá en la mañana con el tetero. Quise hacer lo mismo, pero las amarras no dejaban, menos mal que no hacía frío en la celda, todo lo contrario, un bochorno agobiante que, poco a poco, me fue arrullando. Fue allí donde soñé contigo: nos encontrábamos en una noche alegre antes de la dictadura.

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