Un hombre

"La fría espada se forja con metal caliente"
Hölderlin

Soñé con él. No pasaba hace años, en la vigilia casi ni recordaba su nombre, pero aquella noche lluviosa de mayo soñé con él. Me desperté con la imagen nítida de sus lentes algo opacos, de sus manos temblorosas, del humo del cigarrillo que, constantemente, emanaba por su boca. 

Sí, fumaba mucho, demasiado. Cuando iba llegando al filtro, sacaba otro cigarrillo de la cajetilla, lo ponía en su boca y lo encendía con la última llama del que se estaba acabando. Era una acción automática, sus movimientos que solían ser inseguros no mostraban ningún titubeo en aquel gesto que se repetía hasta el final de la caja o de las dos cajas, dependiendo de en qué época del mes estuviéramos. Es que había momentos difíciles a veces, en los que escaseaba todo en la casa.


Él no trabajaba, bueno, claro que trabajaba, mejor no recibía salario alguno por las cosas a las que disciplinadamente les dedicaba todos sus días. De vez en cuando, conseguía algunos pesos con los que lográbamos pasar el mes. Yo tampoco trabajaba, no tenía edad para hacerlo, pero aún así vivía con un hombre casi diez años mayor al que decía amar, si es que tenía alguna idea de qué era eso.

A mis padres no les agradó mucho cuando se enteraron que me había mudado con él. Dejaron de hablarme. Yo seguí estudiando, a veces conseguía dinero haciendo los trabajos de mis compañeros, no era mucho, pero llegaba a la casa sonriendo con algo de comida y una o dos cajetillas de cigarrillos que compartíamos. Sí, yo también fumaba. Antes no lo hacía, pero apenas me fui de la casa de mis padres y conocí el placer de sentirse acompañada por el humo, entonces caí frenéticamente en el vicio. Sin embargo, nos regulábamos, para racionar las provisiones. 

No vivíamos solos, jamás hubiéramos podido mantenernos. Alquilábamos un cuarto en un apartamento donde también vivía una secretaria y su hijo, ya grande. Así que éramos cuatro en la casa. Compartíamos todo, era una convivencia agradable, pero no podía comprenderla. Acababa de salir de la casa de mis padres, de estar en una burbuja donde siempre me consideré el centro del mundo y pasaba a ser una más en una casa compartida, donde cada uno llevaba su vida como podía, de la mejor manera posible, pero con todos los problemas imaginables. Los viernes eran nuestro día. Llegábamos a casa y nos sentábamos a contarnos la semana, a charlar, a compartir sueños, pero también temores. A veces nos acompañaban otras personas, gente mayor toda, con una vida a cuestas. No tenía cómo entenderlo, pero intentaba estar ahí, hablar, opinar, decir, participar. Qué insolente debía verme desde sus ojos.

Me gustaba mucho ese hombre. Su perfil desgarbado, su cara angulosa, su cabello desordenado, pero, sobre todo, su inteligencia. El tipo era brillante. Yo me sentía todo el tiempo aprendiendo de él, de sus palabras, de sus gestos, de su historia, pero, en realidad, no aplicaba nada. Me daría cuenta años después que, quizá, muchos de sus consejos tenían fundamentos sólidos y que todo lo sólido se desvanece en el aire y, en ese caso, en el humo. Hölderlin, Novalis, Marx, Casona, Borges... los intercalábamos con maratones de cine que veíamos todos agolpados alrededor de una pequeña pantalla de un computador de mesa que estaba ubicado en el pasillo. 

Él me enseñaba y yo caminaba de su mano orgullosa, sabía que no pasaba desapercibida. Me incluyó en sus proyectos en los que ponía todo su empeño, era un hombre terco, con una voluntad férrea, con una resistencia admirable y con un corazón enorme. Cargaba sobre sí un montón de sombras, como una pintura de Caravaggio. Cuando la oscuridad era más fuerte, el insomnio arreciaba, pasaba días enteros sin descanso alguno, subrayando fragmentos de libros y comentándolos con un frenesí que bordeaba la locura. Recuerdo que subrayaba con regla.

Quizá fue una de esas rayas la que me hizo soñar con él. El otro día, mientras llovía, se fue la luz aquí en la casa, así que tuve que dejar por un momento el computador, el trabajo, la tesis, las tareas autoimpuestas y todas las demás cosas. Miré mi biblioteca donde había libros colocados sin orden aparente y recorrí rápidamente sus títulos. Nada. Nada que me llamara la atención. Hasta que lo vi, estaba atrás, en esa infame segunda línea de libros que están ocultos en algún estante por falta de espacio. Allí estaba un poco empolvado, pero ese, ese era justo el que necesitaba ese día. Abrí el libro y encontré la letra menuda, pero escrita con tal fuerza que se sentía el relieve sobre la página. 

Lo escrito era solo el dibujo de un mapa en el que me explicaba cómo llegar a una librería, pero allí estaba toda nuestra historia recogida. Él había hecho mapas que yo solo abriría años después en su ausencia y, como forma de agradecimiento, lo evocaría en mis sueños con sus lentes opacos, sus manos temblorosas y el humo de cigarrillo que constantemente emanaba por su boca. 

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