La vida son instantes

Para José

Ahora

La mujer le decía “algo nos está pasando, José”, él callaba y la miraba a los ojos. Estaban solos en el café. La tarde era fría y llovía. En la mesa una vela amarilla estaba a punto de acabarse y su llama fuerte, como un último grito, reflejaba las sombras de los dos en una pared blanca donde se veían las manchas de humedad. Ninguno podría decir qué los había llevado a esa situación, pero allí estaban: mirándose como dos extraños que creen ver en el otro una cara conocida, desviando la mirada al descubrir el desacierto.

Ella estaba envuelta en abrigos, llevaba una bufanda azul y un gorro de lana que le cubría las orejas; él llevaba una chaqueta de cuero negra y una bufanda a cuadros. Habían hablado poco. “Me trae otros dos cafés, por favor”, dijo él, en voz alta para que el mesero pudiera escucharlo por encima de la lluvia. La situación era incómoda para los dos, ninguno quería hablar de lo que había sucedido el año anterior, pero allí estaban: juntos, compartiendo un café, viendo cómo pasaban las horas entre silencios.


De repente, entró otra pareja al café. Ambos venían agitados, al parecer habían corrido; sus abrigos estaban mojados y rápidamente se los quitaron para colgarlos en las sillas. Ella pidió dos chocolates y ambos se sentaron. Ella recostó su cabeza en el pecho del joven, él le acarició el cabello húmedo y se quedaron así intentando recuperar la respiración. El cabello de ella era de un rojo encendido y, aún húmedo, resaltaba sobre la camiseta verde de él. Él era moreno, su cabello era oscuro y lo llevaba muy corto, tenía unos ojos negros brillantes y atrayentes. Se quedaron abrazados hasta que el mesero les llevó el pedido, tomaron sus tazas humeantes y empezaron a beberlas a pequeños sorbos.

José los observaba y sus labios intentaron sonreír, pero recordó porqué estaba ahí y volvió a mirar a Gabriela que en ese momento se entretenía con los granos de azúcar que habían caído en la mesa. Pensó en hablarle, en decirle que todo era un malentendido y que ella no tenía que haberse ido de la casa y menos con él que tan mal la había tratado, que tantas veces la había humillado y que ni siquiera se preocupaba por ella; pensó en cómo pedirle que regresara: le diría que aún no se habían marchitado las plantas y que una estaba a punto de florecer, le diría también que Igor –el gato- no paraba de maullar en las noches debido a su ausencia y que la casa había dejado de oler a maracuyá y a café y ahora olía sólo a vacío y tristeza y, finalmente, la convencería diciéndole que en el horno la esperaba su pastel de chocolate –ese que hacían juntos todos los miércoles para alegrar la semana y que, casi siempre, terminaba ella comiéndoselo todo mientras veían una película o escuchaban música.

-¿Te acuerdas de cuando éramos como ellos, Gaby?- preguntó él en voz muy baja.

-¿Que si me acuerdo? Sí que me acuerdo y más del día este en la estación de trenes cuando me abrazaste y me dijiste que me esperarías hasta que yo decidiera regresar, que estarías allí los días 13 de cada mes, en la tarde, escuchando nuestras canciones favoritas –respondió ella con ironía.

-Gabriela, ¿cuántas veces más me lo vas a repetir? Ya sé que me equivoqué, que ese día debí regresar a casa, pero ya no se puede hacer nada. Entiende que yo no puedo devolver el tiempo –dijo él con un tono de súplica.

-José, es la última vez que te lo digo. A partir de hoy no volveré a hablarte, ya te regresé los documentos de la renta y todos firmados, por si decides de nuevo jugarte nuestros ahorros en una noche y yo debo responder por el contrato. ¿Si recuerdas lo que planeábamos hacer con eso? –la voz de Gabriela era fuerte y clara, se elevaba por encima de la lluvia y se imponía en el lugar resonando en cada uno de sus rincones.

Mientras tanto la pareja de la otra mesa había decidido jugar a tirarse pedacitos de servilleta. Se reían y el mesero los miraba desde lejos frunciendo el ceño. Ellos se entretenían haciendo bolitas diminutas e intentando sorprender al otro con el lugar al que las lanzaban. ¡Qué inocentes se ven! -pensó Gabriela-, seguro que no saben que eso es el amor: un tiroteo en el que el otro te hiere en el momento más inesperado, en tu punto más débil. ¡Qué bien se ven! –pensó José- quizá aún no saben que en el amor, al igual que en el juego, nunca ganan los dos.

Antes

José empezó a recordar el último día en que había visto a Gabriela: había sido en una estación de trenes de Madrid, el día anterior habían discutido y ella había resuelto regresar a la casa de su padre; José se pasó todo ese día viéndola empacar y enumerándole las razones por las cuales no debía ir con su padre, se empeñó en recordarle todas las veces que ella había sido rechazada por él, todas las veces en las que había buscado su apoyo y sólo había encontrado silencios, le recordó cada una de las cartas sin respuesta, pero nada de esto valió y, finalmente, Gabriela cerró su maleta y salió de la casa. José salió tras ella y en la estación de trenes le dijo que la esperaría siempre, que cuando regresara cantaría para ella sus canciones favoritas y que si decidía volver lo encontraría allí los días 13 de cada mes, para recordar así el día de su primer beso. Gabriela se limitó a abrazarlo y subir al tren.

José salió de la estación entristecido, el sentido de su vida se había marchado en un tren y ahora él no sabía qué hacer ni hacia dónde ir. Caminó sin rumbo durante varias horas y decidió entrar a un casino. Antes de conocer a Gabriela había sido un gran jugador de póker así que ahora que ella no estaba él buscaba refugio en lo único que le quedaba del pasado: su afición por las cartas. Se sentó en la mesa, compró fichas y empezó a jugar. Dicen algunos que en el juego se refleja tu vida, pues fue eso lo que le pasó a José esa noche en la que perdió todos sus ahorros –que también eran los de Gabriela.

Por su parte, Gabriela iba en el vagón del tren viendo cómo pasaban las sombras de los árboles. Intentaba imaginar la cara de su padre cuando la viera afuera con sus maletas. ¿Cómo estaría su habitación?, ¿Estarían aún las muñecas que la acompañaron durante su infancia? No regresaba a esa casa desde el día de la muerte de su madre, cuando su padre la había mandado a un internado y se había desentendido de ella. Sólo en navidad le había enviado dulces o mensajes con algún conocido; recordó que cuando ella salió del internado le había pedido ayuda para ir a la universidad y su padre la había ignorado, no contestó sus cartas y cuando ella fue a buscarlo él le había cerrado sus puertas diciéndole que ya estaba grande y que debía de valerse por sí sola. Gabriela se sentía desubicada. Los años de la universidad habían sido muy difíciles para ella porque había trabajado y estudiado. No había tenido muchos amigos hasta el día en que conoció a José: había sido en un bar a las afueras de la universidad: ella había salido con sus compañeros a tomarse una cerveza y él había llegado a ese bar; recordaba su sonrisa, su forma de hablar y el olor de su perfume. Sonrió y se acordó del día en que él la había besado por primera vez: ella salía del trabajo y él la estaba esperando, regresaron juntos en el metro y él insistió en acompañarla a su casa, la besó afuera de su puerta y se fue. A partir de ese momento ella se había entregado a una relación vertiginosa en la que se podía estar muy bien y también se podía estar muy mal. En ese momento se levanta, toma su maleta y se baja del tren. Compra un boleto de regreso porque se da cuenta de que prefiere buscar a José antes que a su padre quien vive en una casa de la cual no recuerda ni siquiera la dirección.

Gabriela espera el tren que la llevará de vuelta a Madrid. Piensa en la sorpresa que se va a llevar José cuando la vea de vuelta en el apartamento. Se acostará a su lado, hablarán un rato de lo que sienten, de lo que les pasa y luego dormirán abrazados. Se levantará y leerá un rato, él le llevará el desayuno a la cama para reconciliarse con ella y saldrán a caminar por los parques cercanos. Se baja en la estación de la cual salió hace unas pocas horas, sale a la calle y toma un taxi. Sube las escaleras lento debido a que lleva las dos maletas. Abre la puerta del apartamento y ve todo oscuro. Va hasta la habitación y no encuentra a nadie. Se asoma por el balcón y ve las calles vacías. Se recuesta en la cama y llora hasta que se queda dormida.

José regresa a casa en la madrugada, ha tomado. Entra a la habitación, Gabriela se despierta y le pregunta dónde ha estado, reconoce en su cara la tristeza mientras él le cuenta todo atropelladamente: le dice que fue al casino, que perdió, que fue a una taberna y bebió con desconocidos, que regresó caminando a casa y que lo lamenta, lamenta mucho haber jugado y más haber perdido. Gabriela se enoja, no sabe qué decir, coge sus maletas y se marcha de nuevo, toma el primer tren que sale de la estación, se baja en un pueblo cercano, pregunta por la escuela, habla con el rector y la asignan como maestra, busca una casa pequeña y se instala allí.

Todo había sucedido tan rápido. Un día estaba en el apartamento con José, luego viajando hacia casa de su padre y regresando a Madrid, y al otro estaba en un pueblito trabajando como maestra. “La vida son instantes, todo es un continuo trasegar”, pensó Gabriela al repasar lo que había sucedido en sus últimos dos días. Empezó a dar clases con mucha energía, los niños de la escuela pronto le tomaron aprecio y ella se pasaba los días inventando nuevas actividades para sus clases. Los fines de semana iba al mercado, escogía cuidadosamente las frutas y después se pasaba por la carnicería donde el papá de Antonia siempre le regalaba media libra de carne. Regresaba a su casa y ordenaba los libros, las hojas y después se acostaba a leer algún ejemplar que había prestado en la pequeña biblioteca de la escuela. Los días pasaban tranquilos en el pueblo y ella se había acoplado a ese ritmo de vida, pero siempre había algo que hacía que lo recordara: un personaje, una palabra, una flor, una pareja que caminaba por la plaza; fue por eso que al año de haber llegado al pueblo, cuando empezaban las vacaciones ella decidió ir un fin de semana a Madrid. Quería comprar ropa y quizá algunos libros de autores recientes, además quería pasear por las plazas y las calles en las que había pasado un cuarto de su vida. Le pidió a Don Gilberto –el que reparte el correo- que le comprara su boleto para el día siguiente mientras ella termina de organizar unos documentos de sus alumnos, él se lo lleva y ella sólo ve el 13: si ella hubiera ido a comprarlo no hubiera permitido que su viaje fuera un 13, lo hubiera aplazado o cancelado, pero ya estaba allí así que le pasó el dinero a Don Gilberto y siguió ordenando los papeles que debía dejar listos antes de su viaje.

José había pasado todo el año en Madrid. Seguía trabajando como ayudante de construcción y había pensado en mudarse de casa debido a que su salario no le alcanzaba para pagar el apartamento que antes compartía con Gabriela, pero no había podido debido a que pensaba que irse era darse por vencido, así que se había buscado diversos trabajos extras para poder vivir allí. Comía mal y no salía casi nunca. Sólo una vez al mes iba a la estación de trenes: los primeros meses había tenido la esperanza de ver a Gabriela y se había imaginado lo que le diría, pero a medida que pasaba el tiempo había dejado de esperarla e iba sólo por mantener su rutina, aunque en el fondo sabía que no regresaría.

Gabriela bajó del vagón con su pequeña maleta. Caminó entre la gente hacia el metro. Sintió una voz atrás que susurraba “hoy la vida me sonríe, demasiado para mí”. Sintió su loción, sus manos gruesas que la abrazaban y le tomaban la maleta. No dijo nada y se dejó llevar. Subieron a un taxi y llegaron a un café oscuro y húmedo. Entraron y se sentaron en una mesa alejada de la puerta. Empezó a llover.

Después

En la mesa de enfrente el chico saca su celular y se levanta para contestar. La chica, a modo de juego, se lo quita y habla. Su cara cambia de repente, sigue hablando y el chico la mira asustado. Pasan unos minutos y ella cuelga. Lo mira y él desvía la mirada. Ella lo interroga, él no responde, ella insiste y él se enoja.  Ella empieza a gritarle, él se levanta y la toma de los brazos: le dice que se calle, que no empiece, ella le dice que la suelte y se sacude fuertemente, él la suelta y ella cae, se sostiene de la silla, se sienta y lo mira, él toma su abrigo, deja unos cuantos billetes arrugados sobre la mesa y se va.
 
La chica del cabello rojo está llorando sola en la mesa del café mientras José y Gabriela la observan sorprendidos, ninguno de los tres entiende lo que ha sucedido. Gabriela mira a José y le dice que solo se quedará en Madrid el fin de semana. “Vamos a casa, Gaby”, dice José con un tono dulce, ella se levanta, él toma sus maletas y ambos salen a la noche fría; caminan a casa y en las escaleras José la besa. Entran y ella mira a su alrededor sorprendida de ver que todo sigue exactamente igual que el día en el que se marchó, sólo Igor había cambiado: estaba enorme. Las plantas del balcón estaban a punto de florecer y aún quedaban rebanadas de un pastel de chocolate que, seguramente, José había hecho el miércoles. La sala huele a canela y las sábanas del cuarto son rosas: sus favoritas. Ella sonríe y se acuesta, José la imita y siente ese olor a café y a maracuyá que tanto le encanta, la abraza y ella sonríe. Se duermen pronto. Al día siguiente José le lleva el desayuno a su cama intentando reconciliarse con ella. Salen a caminar por el parque y regresan a casa a cocinar la cena. Al día siguiente salen de compras al mercado y después él la acompaña a la estación: le dice que no se vaya, que le diga por lo menos en dónde vive, que él se va con ella… Ella lo besa en la frente y se pierde entre la gente. 
Ciudad de México

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