Oda a La Resistencia

El día empezaba igual que tantos, la alarma, la pereza, la obligación y, finalmente, un pie que debía tomar la iniciativa de salir de la cobija, plantarse en el suelo y acumular todo el impulso para que me pusiera de pie. Dar una vuelta por la habitación, solo con los ojos. Dirigirme hacia la ducha, sintiendo el piso helado, desnudarme y entrar al agua caliente pensando en que, quizá, desaparecería el olor a cerveza y cigarrillo.
Llegar a la oficina, que me ofrezcan un tinto y sentarme en la mesa a pensar en cómo se iría el día. Antes de salir de casa, instintivamente, sin ningún deseo consciente, había extraído un pequeño libro azul que llevaba varios meses olvidado en la biblioteca. Lo puse sobre el escritorio y empecé una lectura interrumpida por bostezos y lágrimas de pereza que se escurrían por mi rostro. Un rato más de lectura y, de pronto, llega el jefe, toca rendir informes y esas cosas en unos días que se aprestan a pasar. Nada podía salvar ese día lleno de tedio, no quería hablarle a nadie, pero una soledad extraña me invadía.
Salgo de la oficina, voy a los sitios que frecuento, saludo, charlo un rato, nada con mucho entusiasmo, siento un sueño terrible, decido irme a recostar sola en un lugar apartado, quiero sentir el sol, hacía frío en la oficina. Estando allí, decido que no quiero dormir, la boca me sabe a un buen café que venden a unas cuantas cuadras de la universidad. Concentro mis pocas energías en levantarme y camino lentamente hacia ese parque. Llego al café impulsada por una inercia vital. La sonrisa del dueño, siempre tan amable "¿Qué vas a querer?" "Un tintico, porfa". Saludo a unas cuantas personas que distingo. Me levanto, voy hacia la biblioteca, quisiera leer algo y el pequeño libro azul se ha quedado sobre el escritorio. Elijo uno: Sabato, La Resistencia, sí, quizá. 
Me siento, el dueño me pregunta "¿Cómo te gusta? ¿Oscuro o clarito?" "Muy oscuro, estoy que me duermo". Sonrisas de nuevo. Abro el libro. Me gustan sus primeras palabras, me gustan sus primeras páginas. Llega el café. Tomo un poco. Entra alguien, saludo. 
Al otro lado, en una mesa solo, un señor. Un niño va y le da la mano: "Hola, profe". Se va, "Vino el profe" le dice a su tía. El señor me mira desconcertado. Yo le referencio al niño hasta que él encuentra el hilo que los une, otro profesor. "Gracias". Se presenta. Hago lo mismo. Se va. Sigo en el libro. Me atrapa, eran las palabras necesarias para este día. Eran las letras precisas para esa tarde. Ya no tengo sueño. Solo un pasar de páginas. Pido otro café. Los de la otra mesa se despiden. "Hasta luego, que les vaya bien". El dueño sonríe. Sigo allí, sigo pasando páginas. "¿De qué es esa torta?" "De limón" "Dame una, porfa" "Claro". El café es un trasegar de personas. Sonrío. Alguien se sienta a mi lado, es un amigo. Saludo. Sigo leyendo, no puedo despegarme. Una cerveza artesanal que reparten en tres vasos. Unos comentarios sobre la cata. Uno de esos vasos llega a mi mesa. Un sorbo, está amarga, escucho que es el lúpulo. Sigo leyendo, me despido de mi amigo. Se van todos. Solo queda el dueño. "Otro café, por favor" "Este te lo haré más fuerte, con un bouquet distinto" "Gracias" Sonrío. Ya van más de 100 páginas. El café se enfría en la mesa, solo me faltan 48. Van a celebrar un cumpleaños, veo al mesero inflando bombas. Mi infancia renacida a través de ese libro desea inflar una bomba. Le pido que me deje, me dice que claro. Inflo dos bombas decoradas con balones de fútbol. Vuelvo al libro, de repente, se acaba. Lo cierro, me tomo el café y respiro. El día tiene un aroma distinto, la vida se ve diferente. Me levanto y pago. Agradezco y camino lento hacia la Universidad. Me miro en un espejo y me siento hermosa. Llego a la oficina, pongo música de Silvio y escribo: Gracias, Sabato, por tus líneas. 

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